¿Por qué hay tanta distancia entre
su casa y su trabajo? ¿Por qué las calles parecen estar hechas para los
autos y no para caminar y, menos aún, para marchar? El modo en que ha
ido organizándose la capital en las últimas décadas muestra cuáles son
las fuerzas prevalentes: la privatización y el dinero.
En la disposición de una ciudad, todo es
ideológico. Aunque no parezca. Y habiendo ocurrido una revolución tan
profunda como la que Chile ha conocido desde los 70, es inevitable que
sus ciudades, también, se hayan construido a esa imagen y semejanza.
Pero que se entienda que cuando estamos hablando de la ciudad, no
estamos queriendo hablar estrictamente de ella, sino de cuánto ha
determinado el modelo neoliberal la vida cotidiana de quienes habitamos en ella.
El Estado se repliega y las empresas constructoras son los verdaderos gestores urbanos.
La concurrencia de varios fenómenos
paralelos ha contribuido a que veamos algo que durante mucho tiempo nos
fue invisible: el Transantiago y los interminables desplazamientos que
miles de santiaguinos realizan cada día; las movilizaciones de 2011, que
volvieron a instalar el derecho a marchar por la Alameda;
la masificación de la bicicleta y su pregunta de por dónde transitar
sin arriesgar la vida ni importunar a los peatones; la construcción de
carreteras que destruyeron el tejido social construido durante décadas
en muchos lugares, la crisis de algunas poblaciones en Puente Alto
y otras comunas, donde quedó demostrado que la suma de casas no es
igual a un barrio; y, por último, la reciente toma de la ribera del Río Mapocho de Fenapo, que ha complejizado las demandas en torno a la vivienda más allá del llamado “sueño de la casa propia”.
Todas estas vertientes nos llevan a una
conclusión: el espacio urbano y la vida cotidiana son asuntos
profundamente políticos y, por lo tanto, en disputa. Si queremos
trasladar esa idea a la mirada sobre el Santiago
actual, podemos sacar inmediatamente dos conclusiones: es una ciudad
hecha para los autos (como símbolos de privatización y, hasta cierto
punto, de estatus) y que ha puesto a los pobres en el último lugar de la
preocupación. Esta contradicción se ha puesto en escena en casos como
la construcción de la carretera Acceso Sur, en La
Granja, donde a los vecinos apenas se les mitigó y las expropiaciones se
realizaron a precio vil. Todo para que los automovilistas que venían
del sur se demoraran menos en entrar a Santiago.
Otro fenómeno indignante es,
literalmente, la expulsión que han sufrido los pobres de la ciudad, para
hacerlos vivir, cual bárbaros, en una periferia donde no hay colegios,
áreas verdes, comisarías, puestos de trabajo ni transporte público.
Desde esos lugares, cientos de miles de personas, mientras otros
santiaguinos pueden seguir durmiendo otro buen rato, salen cada mañana
para rogar que pase la micro y desplazarse hasta dos horas, hacinados,
hacia un lugar donde estudiar o ganarse la vida. Igual situación ocurre
de vuelta, con el agravante de que la oscuridad de la noche es mucho,
mucho más peligrosa que la de la madrugada.
En Santiago los ricos viven lejos de los
pobres, aunque quizás sea mejor decir que los ricos viven cerca de todo
y los pobres, lejos. Se crean dos mundos paralelos: distintos colores
de piel, formas de hablar y, por supuesto, una desigualdad tal que nos
impide decir que estamos en la misma ciudad sin, de algún modo,
engañarnos. Ésta ha sido una de las lógicas más perversas del Santiago
en clave neoliberal: el suelo se gestiona en el mercado y si usted está
parado en un lugar del que su bolsillo no es digno, entonces simplemente
tiene que agarrar sus cosas y mandarse a cambiar.
Dicho de otro modo: el Estado se
repliega y las empresas constructoras son los verdaderos gestores
urbanos, salvo en lugares donde se ha logrado erigir una resistencia
lúcida y heroica, como en el Barrio Yungay. Por eso, también, en
demandas habitacionales como las de Fenapo y la ribera del Mapocho, ya
no solamente se exige el derecho a la vivienda, sino que éste se
materialice en los lugares donde las personas han vivido, para que la
política pública se imponga el deber de no destruir el tejido
comunitario.
Otra expresión brutal del Santiago
neoliberal es la de las áreas verdes, en principio por el simple derecho
a que haya árboles que nos protejan del sol y de la contaminación
atmosférica, pero también porque son lugares de encuentro y porque está
demostrado que las casas valen lo que valen, entre otras cosas, por la
cantidad de árboles que la rodean. La Organización Mundial de la Salud
(OMS) ha planteado un canon: cada localidad debe tener a lo menos 9
metros cuadrados de áreas verdes por habitante. Y la accesibilidad de la
gente hacia estos espacios no debe sobrepasar los 15 minutos a pie
desde sus viviendas.
¿Cuál es la realidad en el caso de Santiago? Las Condes, Vitacura y Providencia gozan de hasta 18 metros cuadrados de árboles y áreas verdes por habitante, mientras que en comunas como Lo Espejo, Cerro Navia y San Ramón, hay apenas 0,4 metros cuadrados. Otra bofetada a la idea de construir una ciudad integrada.
En resumen, la ciudad obliga a que los
santiaguinos vivamos hoy aislados, segregados, enojados entre nosotros
por el asiento de la micro o la disputa entre el ciclista y el peatón.
El escenario soñado para la idea neoliberal. Llegó la hora de decir
basta para convertir la lucha por Santiago en una bandera. Por nuestra
vida cotidiana.
Por Patricio López