Hay
ciertos temas en los que Jorgelino Vergara no duda. En entrevistas grabadas
para el documental El Mocito,
y luego en varias más para el libro La
Danza de los Cuervos, recordó al empresario Ricardo Claro
Valdés como una imagen mítica dentro de los servicios de
inteligencia de la dictadur.
Cómo
iba a olvidarlo, si siendo un adolescente, asistente de mozo del director de la
DINA, Manuel Contreras, le tocó servirle una copa, preguntarle si quería algo
más, estar atento frente a cualquier requerimiento de ese caballero, tan
respetado por todos y conocido como alguien multimillonario. Tanto dinero tenía
Ricardo Claro que, luego, cuando Jorgelino ya trabajaba como mocito en el
cuartel Simón Bolívar presenciando los peores horrores de la historia de Chile,
era ese empresario quien se encargaba de pagarle el sueldo. Como buen
mocito, para él, el bolsillo desde donde salía el dinero para alimentarlo no
era algo secundario. Y es que a veces los sueldos se atrasaban.
Al interior de la Brigada Lautaro todos hablaban del empresario
como un financista de la DINA. Le habría cancelado las remuneraciones a muchos
funcionarios civiles de la institución a través de una empresa fantasma, (Boxer
y Asper) que en el papel aparecen como propiedad de varios militares procesados
por violaciones a los DD.HH.
Incluso uno de los propios
integrantes de este grupo de criminales, el agente procesado por el caso de
Calle Conferencia, Eduardo Cabezas Mardones, declaró judicialmente que luego de
prestar servicios en el cuartel Simón Bolívar trabajó en otra brigada encargada
exclusivamente de recolectar fondos para la DINA, cuando ya la organización
terrorista veía estrangulados sus ingresos producto de “errores logísticos”,
como el crimen del ex canciller Orlando Letelier. Cumpliendo esa misión
es que fue a la Enoteca del cerro San Cristóbal donde su jefe, Arturo Ramírez
Labbé, se reunió con Ricardo Claro para recaudar dinero.
Ricardo Claro fue durante
toda su vida un empresario respetado, muy preocupado de su nombre. Un hombre
pretendidamente ejemplar, homenajeado en Chile por personalidades de las más
diversas tendencias políticas, como el ex presidente Ricardo Lagos. El hecho de
que fuera de público conocimiento su participación en la dictadura como asesor
económico del Ministerio de Relaciones Exteriores entre 1973 y 1975, no parecía
suficiente para enlodar su imagen. La propiedad de empresas de carácter
estratégico para el país como la Compañía Sudamericana de Vapores, y de medios
de comunicación como el Diario Financiero, la revista Capital y el canal Mega,
junto a su colaboración financiera de por vida con la Iglesia Católica, (en
1992 fue condecorado por el Papa con la Orden de San Silvestre en el grado de
Comendador) lo transformaban en una imagen mítica. Elegido por El Mercurio como el
hombre más temido de Chile, Claro se preciaba de estar entre los personajes
mejor informados del país.
Como miembro del Opus Dei y
financista de la Universidad de Los Andes, siempre pareció tener su propia
cruzada. Una económica en el intento de consolidar un sistema de libre mercado,
base de su fortuna; y otra por defender su país y su religión de los paganos
que venían con ideas agnósticas o ateas para arrebatarle los valores
fundamentales a la sociedad chilena, de la cual se consideraba un constructor y
benefactor.
Las revelaciones de Jorgelino
Vergara y otros agentes que pudieran reconocer lo mismo respecto de Ricardo
Claro no me sorprenden. En el fondo de ese credo robar está mal, es
inaceptable, pero matar o financiar a ejércitos de “soldados templarios”
dispuestos a dar la vida por mantener ese ideal, sí tiene sentido y es
legítimo.
Sin que aún se conociera su
rol de financista de la DINA, se dice que conspiró en Estados Unidos contra el
gobierno de Allende y luego defendió internacionalmente la legitimidad de la
dictadura en sus primeros años. El régimen y Claro tenían los mismos ideales.
Así lo entendía Jorgelino
también. El hombre le estaba pagando y él sólo debía cumplir con el rol que le
correspondía dentro de la sociedad. El empresario representaba los valores que
él también quería alcanzar: respeto, fortuna y cariño de parte de todos.
Entonces ¿cómo no iba a estar bien odiar y hasta matar a los del otro lado?
Esos valores y esa forma de
vivir, en Chile se impregnaron desde arriba, desde lo más alto. La ideología,
esos altos ideales, estuvieron por sobre el respeto a la vida, por sobre
torturas inimaginables, por sobre las inyecciones letales, por sobre el
empaquetado de los cadáveres y su posterior lanzamiento al mar.
Es probable que Ricardo Claro
haya sido un financista de estos horrores, sumido él en sus propios horrores,
ilusiones, temores de perderlo todo, su dinero, sus valores y sobre todo su
poder.
La duda ahora es cuántos más
como él estuvieron dispuestos a todo por mantener ese status social, por no
renunciar a lo que consideraban fundamental. Cuántos prohombres guardan en sus
memorias hoy sus miserias del pasado, necesarias para haber logrado construir
sus tan pulcras e intocables imágenes y así irse al cielo a la derecha de Dios
Padre.
Fuente El Mostrador
- JAVIER REBOLLEDO
- Periodista y autor del libro La Danza de los Cuervos.