lunes, 3 de enero de 2022

NO olvidamos: WeichafeMatias Catrileo Quezada


14 años de su asesinato  

Era punk, estudió en el Liceo Lastarria, hizo el servicio militar en Arica y viajó a Temuco en busca de sus raíces. Catrileo quería ser agrónomo, comprar un fundo y vivir de la autogestión, hasta que se acercó a la Coordinadora Arauco Malleco. Ésta es la historia del joven cuya muerte provocó atentados y las manifestaciones más violentas del conflicto mapuche de los últimos años.

Por Gazi Jalil F., desde Temuco

-¡Marichiwewwww!

El grito de guerra mapuche, que significa «¡diez veces venceremos!», resuena por las calles de Temuco mientras avanza el cortejo fúnebre de Matías Catrileo Quezada, el joven muerto por carabineros en el fundo Santa Margarita del agricultor Jorge Luchsinger, cerca de Vilcún, a 30 kilómetros de esta ciudad.

–¡Marichiwewwww! –vuelven a gritar las cerca de dos mil personas que agitan ramas de canelo, el árbol sagrado mapuche, camino al cementerio Parque del Sendero. También se escucha el sonido afónico de varias trutrucas y el incesante tam tam tam de los cultrunes.

Pese a lo corto del recorrido, la tensión es evidente. No hay un solo carabinero a la vista y un grupo de encapuchados se ha encargado de desviar el tránsito y mantener a raya a la prensa, indicando qué se puede hacer y qué no. Un joven con un pañuelo rojo en la cara ordena que todos los fotógrafos y camarógrafos estén a un metro de distancia del cortejo y dibuja una línea imaginaria en el suelo con el mismo palo con que amenaza.

–El que no respete, se atiene a las consecuencias –advierte–. Es lo único que voy a decir. No hay preguntas, no hay respuestas.

Después vienen más órdenes: no se puede grabar el féretro, no se pueden apuntar las cámaras para otro punto que no sea el cortejo, no se le puede hacer imágenes al machi que va al costado del ataúd, ningún periodista puede entrar al cementerio.

Cada tanto, los encapuchados agitan sus palines en el aire y los golpean entre sí. Son los weichafes, los guerreros, los encargados de la seguridad, la primera línea de combate. Pertenecen a la Coordinadora Arauco Malleco (CAM), el grupo más radical del conflicto mapuche, que ha reivindicado los últimos atentados incendiarios en la zona.

Surgida en 1998 tras la quema de dos camiones de Forestal Arauco en Lumaco, la CAM tiene un discurso antisistémico y se le vincula con grupos terroristas, como el Movimiento Lautaro. No descarta la lucha armada en el proceso de recuperación de tierras y ha diferencia de otras organizaciones mapuches, no cree en los acuerdos con el gobierno ni empresarios.

Pese a que sus principales líderes están presos en distintas cárceles de la IX Región, el grupo sigue actuando entre Concepción y Temuco y atrayendo especialmente a jóvenes.

Matías Catrileo fue uno de ellos.

Sábado 5 de enero. El pavimento hierve bajo los más de 30 grados de calor de Temuco. Han pasado apenas dos días desde la muerte de Catrileo, de 22 años, y en las calles no se habla de otra cosa. Su nombre está escrito con spray en decenas de murallas, acompañado de consignas como: «La sangre y la muerte no opacarán nuestra lucha» o «Si un weichafe cae, 10 se levantan».

Hijo de padres separados, Matías hizo el camino opuesto a otros jóvenes mapuches que dejan el campo para vivir en la ciudad. Él se educó en un colegio tradicional de Santiago, pertenecía a una familia de clase media, no sufrió la misma discriminación que sus antepasados y escuchaba punk español tanto como crecía su interés por conocer sus raíces.

A veces vivía en La Florida con su madre, Mónica Quezada Merino, quien, pese a no tener apellidos indígenas, es simpatizante de la causa mapuche. Otras veces se quedaba en la casa de su padre, Mario Catrileo –analista y subgerente técnico de Banchile Seguros de Vida– en Macul.

El día que supo de la muerte del joven, Tomás Valenzuela, su ex compañero de banco en el Liceo José Victorino Lastarria, tardó en digerir la noticia. Luego revisó su mail y ya tenía varios correos de amigos que le contaban lo sucedido. «Lo conocí en 2002, cuando íbamos en cuarto medio», recuerda. «Era punk y combinaba esa filosofía con sus ideales mapuches. Se juntaba con un grupo de okupas y el segundo semestre dejó de asistir al colegio. Quería dedicarse más a la causa de su pueblo».

No le extrañó. Dice que Matías organizaba fiestas y tocatas para juntar dinero y viajar al sur para estar con los mapuches y que en las últimas conversaciones que tuvo con él lo notaba con más interés en defender sus ideales.

Fue un alumno de notas promedio, ni bueno ni malo, «del montón», resume José Parada, inspector del Lastarria. «Su apariencia personal y su corte de pelo mohicano le jugaban en contra. Era su principal causa de anotaciones negativas, pero era un alumno tranquilo», agrega.

Desde que se retiró del liceo, nadie supo de él hasta la fiesta de graduación. Tomás Valenzuela cuenta que mientras todos estaban vestidos de terno, Matías llegó vestido de punk, con bototos y pelo parado.

–¿Qué onda, weón, por qué vienes así? –le preguntó, impresionado

–Así soy –respondió–, no porque use terno voy a ser mejor o peor persona.

Ése fue el último día que Tomás lo vio.

A los 15 años, Catrileo ya era punk y si no fuera por su apellido, nadie diría que tenía sangre indígena. «Ni siquiera parecía mapuche, sus rasgos eran como los de cualquiera», cuenta Felipe Cárcamo, uno de sus amigos punk. Matías usaba una chaqueta de mezclilla con un dibujo en la espalda hecho por él mismo: un círculo mitad símbolo de la anarquía y mitad cultrún. «Él decía que aborrecía el capitalismo y quería vivir de la autogestión. Sus planes eran comprarse un fundo en el sur, tener animales, sembrar y vivir de eso, sin depender del sistema. Era un punk más práctico y organizado que el resto de nosotros», afirma Cárcamo.

En Santiago, Catrileo participó en protestas anarquistas y mapuches, pero, pese a que en principio era crítico, realizó su servicio militar en Arica durante un año. No fue contra su voluntad: quería hacerlo. «Decía que así podría fundamentar mejor su opción de vida y saber qué se siente estar en el Ejército», recuerda Cárcamo.

En 2005 llegó a Temuco para estudiar Agronomía en la Universidad de la Frontera. «Fue un buen alumno, pero paulatinamente se fue desinteresando. En el último tiempo, su rendimiento iba en baja y hace un año decidió congelar», dice Aliro Contreras, director de la carrera y profesor de él. «Como a la mayoría de los estudiantes, le interesaba el tema de la conservación de los recursos naturales», añade.

Uno de sus compañeros cuenta que cada vez le interesaban menos sus estudios y más la causa mapuche. Viajaba seguido a Angol para visitar a los dirigentes presos de la Coordinadora Arauco Malleco, entre ellos a Patricia Troncoso, «La Chepa», condenada a 10 años por ataques incendiarios contra empresas forestales y actualmente en huelga de hambre. Matías también participaba en marchas, tomas y manifestaciones callejeras y, según antecedentes policiales, registraba cuatro detenciones por desórdenes callejeros.

El joven vivía a un par de cuadras del campus universitario, en el hogar Pelontuwe, también conocido como Las Encinas, una casa para estudiantes de la etnia. Fuera del recinto flamean hoy banderas negras y algunos carteles que recuerdan a Catrileo. Dentro hay un mural que dice: «Territorio mapuche».

Allí viven cerca de 90 jóvenes, hombres y mujeres, que estudian en universidades e institutos de la ciudad. Dependiente de la Conadi, en el hogar todos sus residentes están becados y se organizan de acuerdo a sus propias reglas, desde el aseo de las dependencias hasta las normas de comportamiento al interior del recinto.

Pese a que la policía lo ha catalogado como un foco de activismo e, incluso, hace un tiempo fue allanado por Carabineros en busca de armas, sus residentes aseguran que son un espacio autónomo de reflexión crítica y que promueve los derechos indígenas.

El lugar consta de tres pabellones donde duermen los estudiantes, además de un auditórium, sala de computación, casino, teatro, multicancha y oficinas para los dirigentes, que son elegidos entre los propios jóvenes. El año pasado todo el lugar fue remodelado con un costo de 190 millones de pesos.

En el hogar fue velado durante dos días el cuerpo de Matías, mientras una caravana interminable de amigos, compañeros de curso, familiares, lonkos y machis entraba y salía. Catrileo vivió allí durante un año y, según una de las residentes, Andrea Reuca, estudiante de Pedagogía en Historia, «nos apoyó y luchó para lograr la remodelación de este espacio y también por perpetuar este tipo de lugares no sólo en Temuco, sino que en otras ciudades del país donde existen estudiantes indígenas».

Durante su estadía en el hogar, Matías conoció a su polola, Violeta Rayen Navarrete, estudiante de Pedagogía Básica Intercultural, e hizo amistad con otros jóvenes miembros y simpatizantes de la Coordinadora Arauco Malleco. «Él ya venía con ideas anarquistas desde Santiago, así que se identificó bastante rápido con ellos», dice uno de los residentes de Pelontuwe. Admiraba a líderes de la CAM como «La Chepa», Héctor Llaitul y José Llanquileo, actualmente presos, y a Alex Lemún, el joven mapuche muerto en 2002 de un tiro en la cabeza cerca de Ercilla.

Pronto su discurso se radicalizó. «Más que la movilización estudiantil, para él la lucha estaba en las comunidades –añade Andrea Reuca–, en la recuperación territorial y en la reivindicación del territorio mapuche». Otro residente señala que «Matías se dio cuenta luego de que sus ideas aquí eran minoría y decidió cambiarse irse del hogar».

El día que murió, Catrileo llevaba un año viviendo en la comunidad Yeupeco, que pelea por recuperar tierras al interior del fundo Santa Margarita, cuyo propietario cavó un enorme foso alrededor para evitar más atentados. Aun así, Matías logró entrar junto a diez personas, pero fueron descubiertos por una pareja de carabineros que disparó para ahuyentarlos. Una de las balas atravesó el cuerpo del joven mientras escapaba.

Tras conocerse la noticia, dos camiones fueron incendiados en la zona, aumentaron las quemas de terrenos, las protestas se extendiaron hasta Santiago con inusitada violencia, han habido decenas de bombazos en edificios públicos y privados y un ejecutivo de una hidroeléctrica, Mario Marchese, fue víctima de un amedrentamiento a balazos en la capital.

Por todas partes, el grito de guerra mapuche se volvía a oír.