Mientras gran parte del mundo cristiano tiene sus ojos puestos en el primer vía crucis del nuevo Papa, mientras Corea del norte se levanta para enfrentarse a Estados Unidos,
mientras viajo para poder pasar con la familia estos días feriados,
como ya es costumbre en esta fecha en las poblaciones emblemáticas de
Santiago, atrapados en la memoria y la marginalidad, el lumpen se apodera de las calles en medio de barricadas, bombas molotov, balazos y una gigantesca bronca hacia los pacos y hacia todas las mentiras que esconde la dulce patria en general.
Ya es nuevamente 29 de marzo. Ya es nuevamente el día del joven combatiente. El día en que se conmemora el cruel asesinato de los hermanos Vergara Toledo.
Pero el 29 es más que eso. Es el día en que todos los marginados salen a
las calles a disputar su pertenencia. Con viejas y sencillas técnicas,
cortan la electricidad. Con las calles a oscuras, la gente recluida en
sus casas, el silencio de la noche, micros y micros de pacos, guanacos,
retenes móviles, zorrillos, y hasta tanquetas, el clima generado
efectivamente es de combate.
Los medios de comunicación burgueses
agazapados observan, vigilan, en un intento también de denunciar e
intimidar con sus cámaras y con sus mediocres periodistas que apenas
aprendieron a hablar en alguna universidad privada ya en crisis.
A la distancia, intento imaginar cómo pasarán esta noche los padres de Eduardo y Rafael Vergara Toledo. Recuerdo aquel día comenzando el invierno cuando me dirigí a la Villa Francia a un encuentro con Luisa Toledo,
la madre. Para mí fue como un encuentro con la historia. Me crié
escuchando sobre el 29 de marzo y con el pasar de los años me fui
volviendo también una joven combatiente. Los caprichosos caminos de la
vida, nos van conduciendo a destinos que no son ni más ni menos que los
que le dan sentido a nuestra existencia, y aquella tarde estaba justo
donde debía estar.
Con una delicadeza y sensibilidad
conmovedoras, Luisa me contaba sobre la crianza de sus hijos, el
despertar político y el camino de lucha que empezaron a recorrer juntos,
como familia. Ella se educó políticamente gracias al andar de sus
hijos. Empezaron a trabajar con organizaciones sociales del sector. No
es fácil preguntarle a una madre cómo enfrentó el asesinato de 3 de sus 4
hijos. No es fácil ser una desconocida en su largo andar, una
adolescente en la historia, una invasora en una población donde no
crecí, una morbosa observadora en una casa que no me pertenece,
pendiente de cada detalle, de cada aroma, de cada espacio vacío. Y, sin
embargo, fui tan generosamente acogida que en cosa de minutos Luisa me
contó cada fase que ha vivido desde el asesinato de Eduardo, Rafael y
posteriormente de Pablo, su hijo mayor.
Don Manuel Vergara, el
padre de 3 hombres que producto del terrorismo de Estado hoy son sólo un
relato que nos convoca, se pasea nervioso por la casa diciéndole a
Luisa que ha hecho un café y que nos vayamos a sentar a la mesa. Creo
que ha sido uno de los cafés más buenos que he tomado en el
último tiempo. Nunca sabré qué café era, ni qué cafetera utilizó para
prepararlo, pero si sé que su empatía y ternura fueron algo que me
hicieron sentir contenta de haber estado allí ese día. Mientras comíamos
un pastel de frutillas cocinado por Luisa, me
preguntaban muy interesados por un compañero mío que se
encontraba encarcelado por haber salido a manifestarse en su universidad
aquél último 29 de marzo. Y es que son tan fuertes los lazos que se
generan entre quienes estamos en lucha, que con el pasar de los minutos
se generan confianzas y afectos como si uno se conociera de toda una
vida, hablando en el mismo lenguaje, curando las mismas heridas.
Luisa y Manuel representan la bravura de
los padres que nunca han buscado compensación económica ni canjes
políticos por sus hijos, por el contrario. Luisa y Manuel son también
los padres de todos los jóvenes combatientes. Ellos representan una vida
proletaria dedicada a la reivindicación de los ideales por los que
sus hijos fueron asesinados.
Han pasado 28 años de aquel 29 de marzo,
y no ha habido ningún año en el cual no se haya conmemorado y
protestado con resistencia y violencia callejera. Probablemente cada año
se unen más jóvenes que en su marginalidad ignoran cada vez más el
origen de este día. Es probable. Quizás cada año se unen más jóvenes que
buscan el mismo camino de lucha que los hermanos Vergara Toledo.
Es probable también. Lo único que sí sé es que Rafael, Eduardo y Pablo,
deben estar cada año más conformes de que este pueblo no se queda
encerrado en sus casas y que sale a enfrentarse al poder policial, a
ese mismo que los asesinó a ellos; que sale a disputarle la soberanía en
las calles, que sale a disputarle el totalitarismo criminal de los
órganos represivos que posibilitan el terrorismo de Estado; que sale y
se enfrenta con una institución que le ha hecho tanto daño a este país,
en esas mismas poblaciones, cuántos muertos, cuántos torturados, cuántas
mujeres violadas, cuántas personas mutiladas y tan cruelmente
asesinadas por Carabineros de Chile.
Todos los que conmemoramos este día,
todos aunque no hayamos estado allí, aunque no hayamos conocido a Rafael
ni a Eduardo, sabemos que cada uno de nosotros podemos ser ellos.
Reconocernos en su lucha y en su muerte es estar conscientes del rol
histórico que buscamos asumir en este combate hacia la destrucción de
este sistema salvaje y hacia la conquista de una vida nueva, sin clases
sociales, sin privilegios, fundado en la solidaridad. Por eso, aunque
sea el lumpen más desclasado el que salga a la calle cada 29, aunque
sean bandas de narco disputándose el poderío en las calles, finalmente
es parte de la resistencia incendiar una tanqueta en la oscuridad de la
noche y causar el revuelo que esto hace arder en las redes sociales y en
los noticieros, en medio de tanta farándula, de tanto reality, de tanto
Jesús y huevitos de chocolate. Tirarle a los pacos, por el motivo que
sea, es tirarle al Estado, es tirarle al orden imperante, y eso… está
bueno.
Por Nathaly Jones
Editora de Revista MALA
Fuente El Ciudadano