José Aylwin[1]
Han
transcurrido seis meses desde la instalación de Bachelet en la Moneda, en este,
su segundo gobierno. Con una nueva
coalición -la Nueva Mayoría- y un programa de gobierno más ambicioso que el de
su primera administración en materia de derechos humanos, el que tiene como
pilares centrales la reforma tributaria, la reforma educacional, y la nueva
constitución, su llegada a la Moneda generó, como era de esperar, expectativas.
Lamentablemente
en este primer semestre de su gobierno se han ido evidenciando tendencias que
resultan preocupantes desde la perspectiva de los derechos humanos. Una de ellas quedó de manifiesto con la
reforma tributaria, recién aprobada por la Cámara de Diputados, fundamental
para que el Estado pueda contar con los recursos para enfrentar las enormes
desigualdades que existen en el país, por todos reconocidas. La señal dada en este sentido por el gobierno,
con el aval de sus parlamentarios, al consensuar un acuerdo con la oposición que
ha dado origen a lo que Gonzalo Martner llamó la reforma “desinflada” (El
Mostrador, 10 de julio de 2014), es negativa. En efecto, aunque a través de esta reforma se
eleva el impuesto a las utilidades
de las grandes empresas del 20 al 27 %, y se elimina el Fondo de Utilidad Tributaria (FUT), en ella se deja
fuera la minería, que podría haber adicionado al menos otros 8 mil millones de
dólares a los que se pretende recaudar, los que únicamente alcanzan para
financiar los cambios en materia educacional.
La misma considera, además, la rebaja a los ingresos personales
de más de 6 millones de pesos mensuales, con un costo de cerca de 300 millones
de dólares.
Cabe
recordar que es solo a través de una mayor recaudación tributaria que el Estado
puede enfrentar los desafíos que tenemos en materia de educación, salud y vivienda,
entre otros derechos. Recordemos que al
ratificar el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales
de Naciones Unidas el Estado se comprometió a destinar el máximo de los
recursos de que disponga para lograr la plena efectividad de estos derechos,
cuestión que evidentemente no ha hecho.
Otra
señal preocupante es la referida a la reforma del sistema previsional, la que
no altera sustancialmente el sistema de las AFP impuesto por la dictadura, que
como sabemos, ha sido la piedra angular de la capitalización de los
conglomerados que controlan la vida económica del país. No obstante la demanda de sectores ciudadanos
por una reforma sustancial del sistema y su sustitución por otro de carácter público
y solidario que constituya una alternativa real para los trabajadores, el gobierno
de Bachelet ha optado por presentar un proyecto para la creación de una AFP
estatal, sin alterar la capitalización individual hoy dominante. Más aún, aquellos sectores que han venido
abogando por la reforma profunda del sistema previsional vigente, fueron
excluidos de la comisión constituida por Bachelet para el estudio de una
reforma previsional.
También
preocupante es la política seguida por Bachelet hacia los pueblos indígenas. A pesar de las positivas señales que ha dado
el Intendente Huenchumilla al pedir perdón al pueblo mapuche por los daños
provocados por el Estado, y al proponer soluciones políticas de fondo a la
exclusión y al desposeimiento de tierras del pueblo mapuche, su gobierno no ha
dado señas claras para abordar la deuda pendiente, por todos reconocida, con
estos pueblos. La convocatoria a una
serie de consultas de reformas legislativas, incluyendo la creación de un Ministerio
de Asuntos Indígenas, de un Consejo Nacional de Pueblos Indígenas, y del
Ministerio de Culturas, han sido realizadas en paralelo y, al menos en el caso
de los dos primeros proyectos, sobre la base de la reglamentación de este
derecho fundamental elaborada durante el gobierno anterior, sin una consulta
adecuada a los pueblos indígenas, y restringiendo los estándares establecidos
para estos efectos por el Convenio 169 de la OIT. Por lo mismo, ha concitado fuerte rechazo de
las organizaciones representativas de estos pueblos. Por otro lado, el gobierno ha excluido toda
referencia a estos pueblos en otras materias, y como consecuencia, su consulta,
en proyectos emblemáticos como la reforma del sistema electoral binominal, ha
resultado en la marginación indígena del parlamento. O el proyecto para la creación del Servicio
de Biodiversidad y Áreas Protegidas, que por la sobreposición de éstas con las
tierras de ocupación tradicional indígena, y por su mandato, afecta también
directamente a estos pueblos. En el
primer caso, Bachelet había anunciado en junio pasado la presentación de una indicación
para incorporar un sistema de representación indígena en el Congreso, anuncio
tardío que a todas luces responde al interés de su gobierno de no demorar la
tramitación de esta iniciativa, dado que de conformidad con el Convenio 169 de
la OIT debería haber sido consultada con los pueblos indígenas desde su etapa
pre legislativa. Todo evidencia que en
el caso del segundo proyecto, el gobierno utilizará la misma estrategia.
Por
otra parte, la forma de abordar las demandas de tierras sigue siendo la misma
del pasado, esto es la compra de tierras a precios especulativos (cuatro
millones de pesos promedio en el caso de la comunidad de Temucuicui). Ello a pesar de existir mecanismos
institucionales, como lo es la expropiación por causa de utilidad pública, para
abordar una problemática histórica que genera conflictividad y cuya solución
interesa a toda la sociedad.
Cabe
recordar asimismo que los derechos de pueblos indígenas continúan siendo una
preocupación para la comunidad internacional. Ello se ve reflejado en las recientes
observaciones del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas sobre la
necesidad de que Chile cuente con un reconocimiento constitucional de estos
pueblos, una política y legislación que cumpla con los estándares de la
consulta y el consentimiento indígena, y en que reconozca los derechos sobre
sus tierras de ocupación tradicional. También
en el reciente fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en los
casos de aplicación de ley antiterrorista a autoridades y personas mapuche, el
que da cuenta de la vulneración de derechos personales y garantías procesales
en el contexto de la aplicación de esta ley en su contra, instando al Estado a
reparar por diversas vías estas violaciones a derechos humanos, incluyendo la
anulación de las sentencias condenatorias dictadas en su contra y la reforma de
esta ley para asegurar el debido proceso.
Finalmente,
una cuestión que resulta sumamente preocupante desde la perspectiva de los
derechos humanos es la postergación en la agenda del gobierno de Bachelet del
debate sobre la nueva constitución política, uno de los tres pilares de su
programa gubernamental. En efecto, luego
de que este debate figurara en su agenda para el segundo semestre de este año,
la presidenta Bachelet ha decidido postergarlo para el 2015, y algunos
parlamentarios de su coalición -entre ellos Navarro y Harboe- incluso han
afirmado que esta materia no será abordada sino hasta el final de su
administración. La postergación del
debate constitucional es grave, ya que como sabemos, es sobre la base de la
Constitución de 1980 que se ha generado la apropiación de los recursos
naturales de propiedad común, la acumulación de la riqueza en pocas manos, y la
exclusión de los sectores políticos, sociales y étnicos que no conforman los
dos grandes bloques políticos dominantes.
Igualmente
grave son sus recientes declaraciones descartando la Asamblea Constituyente
como mecanismo para llegar a una nueva constitución. Con estas declaraciones Bachelet desoye una
demanda de importantes sectores sociales y políticos que han propuesto esta
modalidad para la elaboración de una nueva carta fundamental, por ser la más
democrática y la que permite el ejercicio de un derecho fundamental reconocido
en tratados internacionales de derechos humanos ratificados por Chile, cual es
el derecho de libre determinación de los pueblos, cercenado por la Constitución
Política de 1980. Al descartar esta
opción que permitiría la participación de todos los sectores sociales y
políticos hasta ahora excluidos, como los pueblos indígenas, en la construcción
de un pacto social inclusivo que rija la convivencia en el país, Bachelet está
optando por dotar al actual Congreso Nacional de facultades constituyentes,
opción que, dado el binominal, restringe la participación en el proceso
constituyente a sectores cuya representatividad y legitimidad social y política
es precaria, según constata el reciente informe de Auditoría a la Democracia en
Chile del PNUD. Todo lo expuesto son
señales lamentables, para un gobierno que dice tener un compromiso con la
realización de los derechos humanos.
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