Como tantas otras poblaciones
periféricas, La Legua, barrio de Santiago, está sometida a la
intervención militar-policial con la excusa del narcotráfico.
Sin embargo, en medio de la pobreza y la represión, resisten
creando vida y comunidad, con las mujeres y los jóvenes como los
actores más destacados.
“Aquí el Estado tiene las garras bien puestas, nos tienen la
bota encima, pero bailamos. No le pedimos nada al Estado porque
somos una comunidad digna”. Las palabras atraviesan el aire
denso de un mediodía caluroso y parecen posarse lentamente sobre
los que compartimos la ronda. “La autogestión es nuestra
dignidad”, dice Emerson, levantando la voz para que el círculo
de casi cincuenta personas pueda escucharlo[1].
El “nosotros” al que se refiere Emerson son los miembros de la
Casa de la Cultura de la Legua, en el sur de Santiago (Chile),
uno de los barrios más emblemáticos por su prolongada
resistencia, tanto en dictadura como en democracia. La Casa es
una gran sala seguida de una pequeña cocina, patio, baño y algún
dormitorio. En el centro del salón destaca una gran bandera
mapuche que cobija la asamblea.
Nos recibieron con almuerzo: pescado frito, ensaladas y jugos
frescos, pero lo más delicioso fue el borgoña, un
cóctel tradicional de vino tinto y frutillas que aplaca la sed y
el calor. Después nos colocamos en ronda y Emerson, uno de los
más jóvenes de la Casa, abrió el trawün,
encuentro en mapudungun, destacando el carácter autónomo de
todos los trabajos que realizan.
En la Casa funcionan tres talleres en los que participan la
mayor parte de los que integran el espacio: “telar mapuche”,
“ser y cosmovisión mapuche” y “ciencia política a la mano”,
donde discuten cómo organizarse y luchar pero sin recaer en
modales académicos. “Se trata de desaprender la cultura política
de vanguardias que aprendimos en las organizaciones”, dice
Cristian.
Autoconstrucción y resistencia
La Legua son en realidad tres poblaciones que suman algo más de
15,000 personas. La Legua Vieja se fue poblando desde principios
del siglo XIX por obreros que llegaban desde el norte cuando
comenzó el declive de la industria del salitre. Se fueron a
vivir a “una legua” del centro de la ciudad, que por esos años
eran terrenos baldíos. En 1947 se crea La Legua Nueva que fue
“la primera toma organizada de la que se tiene noticia”, según
el historiador Mario Garcés[2].
Mientras
las callampas se forman por agregación
individual de las familias, que construyen viviendas precarias
con materiales de desecho y se ubican en riberas y ríos y faldas
de montañas, las tomas son organizadas por
cientos de vecinos que llegan todos juntos al terreno escogido,
levantan las viviendas en poco tiempo, marcan los sitios para
viviendas y los destinados a espacios públicos, incluyendo
escuela, dispensario de salud y espacio para la organización
vecinal.
Finalmente, La Legua de Emergencia se formó en 1951 cuando el
Estado asignó casitas sólo durante seis meses a personas que
provenían de callampas y conventillos del
centro, muchos en la ribera del río Mapocho. Eran precarias y
estrechas (“dos piecitas de madera, cocina y baño, sin patio”,
recuerda una vecina[3]) pero mucha gente permanece hasta hoy.
Garcés asegura que La Legua es “una de las poblaciones más
emblemáticas de Santiago”. Destaca sus capacidades organizativas
y políticas: “Contó con poderosas organizaciones vecinales en
los años 50 y 60, y fue el único asentamiento urbano donde se
combatió a los militares el 11 de setiembre de 1973”[4].
Dos poderosas corrientes se fusionaron en la población de La
Legua, al igual que en otra poblas del cinturón industrial:
los partidos de izquierda, sobre todo comunistas y socialistas,
y los sacerdotes católicos que amparaban las organizaciones
vecinales desde la Parroquia de San Cayetano, semillero de
militantes vecinales y alero en el que se cobijaron de la
represión durante la dictadura.
Lo sucedido el 11 de setiembre de 1973 aún resuena en el
barrio. Una detallada investigación realizada por los
historiadores Garcés y Sebastián Leiva, relata los cuatro
enfrentamientos que hubo en el barrio ese día, protagonizados
por jóvenes de los partidos Comunista y Socialista y del
Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). En las acciones de
defensa del gobierno de Salvador Allende confluyeron pobladores,
sindicalistas y militantes de izquierda.
Un primer combate se produjo en una fábrica vecina al barrio,
con decenas de militantes de varios partidos, entre ellos Miguel
Enríquez, máximo dirigente del MIR que caerá en un
enfrentamiento en octubre de 1974. Los militantes armados
estaban cercados en la fábrica INDUMET, rompieron el cerco
disparando y se refugiaron en La Legua donde los vecinos los
acogieron[5].
Poco después ametrallan un autobús de
Carabineros y los obligan a rendirse. En otra fábrica del barrio
donde se habían agrupado los resistentes, la textil SUMAR, los
trabajadores armados ametrallaron un helicóptero militar que
tuvo que retirarse con daños en las aspas al recibir 18 disparos
que impactaron el aparato. El mayor enfrentamiento se produjo
por la tarde, cuando dispararon a un autobús con 25 Carabineros
y dos oficiales. Hubo muertos de ambos lados.
Las incursiones militares en los días siguientes incluyeron
tanques de guerra y disparos a cualquier persona que saliera a
la calle. El domingo 16 de setiembre cercaron el barrio, los
aviones pasaron rasantes sobre las casas para intimidar,
allanaron todas las viviendas, golpearon a los varones en las
calles, destruyeron sus pertenencias y se llevaron 200
detenidos. Algunos nunca aparecieron y varios de los que
participaron en los enfrentamientos del día 11 fueron fusilados.
Se calcula que la represión posterior al golpe causó 42 muertos
en La Legua. Venganza contra una población combativa.
Pero ya en diciembre la población empieza a perder el miedo.
Acompaña el funeral de las víctimas del Plan Leopardo, el
asesinato de cinco militantes comunistas, pero “más tarde,
lentamente las organizaciones fueron resurgiendo, sobre todo al
alero de la Parroquia San Cayetano. Allí se fueron reagrupando
cristianos y no cristianos para apoyarse en la sobrevivencia”[6].
Ser mapuche en la ciudad
Artes y Oficios es una calle angosta flanqueada de viviendas
bajas, pobres pero no precarias, entre la avenida Las Industrias
y la plaza Salvador Allende, donde funciona un mercado popular.
En el número 343 está la Casa de la Cultura. A unos diez minutos
del Estadio Nacional, donde pobladores de La Legua y de otros
barrios industriales fueron trasladados aquel 11 de setiembre.
El ambiente es austero, como el barrio. Unos jóvenes fuman en
la puerta, las mujeres cocinan en el fondo y otros trasiegan
sillas y mesas. El encuentro forma parte de la feria de libros y
organizaciones populares “América Leatina Desde Abajo”,
impulsada por la editorial Quimantú y seguida por una docena de
editoriales chilenas, argentinas y uruguayas[7].
Desde hace poco más de diez años La Legua, como La Victoria y
otros barrios populares de Santiago, están “intervenidos” por el
Estado, lo que significa que sus calles son patrulladas
permanentemente por carabineros y los jóvenes son abordados con
frecuencia[8]. La represión va de la mano de políticas
sociales que buscan convencer a los más pobres que su problema
son los pequeños traficantes, no el modelo de país que instaló
la dictadura desde 1973.
Karin y Cristian tienen una
hija pequeña, pero entre ambos suman varios chicos más. Relatan
la historia de la Casa de la Cultura, que nació en 1985, cuando
Chile estaba sacudido por protestas masivas de los pobladores.
“En el contexto de 1985 decidieron gritar la protesta desde la
cultura”, dice Karin. “La cultura era el manto que permitía que
se reunieran, trabajaban en cuentos y poesías con el círculo de
poetas de La Legua”, interviene Cristian.
La parroquia San Cayetano, a media cuadra de la Casa de la
Cultura, en la plaza Salvador Allende, refugiaba perseguidos por
el régimen. “En la misma parroquia hay subterráneos”, asegura
Karin en tono de misterio, como si hubieran sido refugio de
militantes. “La Semana Legüina fue la fiesta de la población en
la que surge la propuesta de recuperar la memoria del barrio,
pero ahora se convirtió en nuestro carnaval”, relata Karin.
La transición a la democracia, a partir de 1990, caminó de la
mano de la desarticulación de buena parte de las organizaciones
populares territoriales. Según Cristian, que militaba en un
partido marxista, “los grupos dejaron la calle, se hicieron
legalistas y se metieron en los partidos”. Lo dice como quien
pronuncia una sentencia. La Casa de la Cultura atravesó también
dificultades, tuvo que buscarse otro local porque el anterior
estaba vinculado a un partido político, y comenzaron a trabajar
de otro modo.
“La Casa está abierta a todos los que quieran hacer cosas desde
otro lugar, o sea desaprender lo que hemos aprendido”. Karin se
refiere a las práctica partidistas, “porque los partidos, por
más respetable que sea su historia, hoy no llegan a los
corazones de las gentes. Nos traen a los pobladores la
formulita, y nosotros trabajamos de otro modo, nos juntamos y
vemos si nos sintonizamos”.
Para ella lo más importante son los espacios de encuentro, como
los tres talleres que crearon. La presencia de lo mapuche, en
una población donde la mayoría no lo son, es motivo de
reflexión.
Karin se apellida Cuminao. Aunque nació en Santiago siempre
supo que su familia venía del sur. Cristian se apellida Moreno,
su piel es bien blanca, nació y vivió como chileno. Ahora son
pareja y ambos se sienten mapuches. Aunque los padres de Karin
no hablaban mapudungun por temor, ella se empeñó en recuperarlo,
un trabajo paralelo al de recuperar a sus raíces. Para Cristian
es diferente. Descubrió el mundo mapuche como parte de la
resistencia política, pero hoy se identifica con la cosmovisión
y la cultura.
Mujeres de familia y comunidad
En La Legua hay muchas familias de origen mapuche pero no se
identifican como tales. En la Casa de la Cultura la cosmovisión
mapuche se expresa en los trawün,
o sea en espacios circulares que pueden durar mucho tiempo,
“todo el tiempo que las personas necesiten, es un lugar donde se
comparte lo que cada uno lleva, desde alimentos hasta palabras.
Ahí se va definiendo qué hacer y cómo hacer para estar mejor”,
relata Karin.
Cristian descubrió ese mundo al unirse a Karin. Hoy cree que la
identidad mapuche le ayuda a comprender su lugar dentro de ese
país llamado Chile donde “sólo existen chilenos, que se creen
los ingleses de Latinoamérica. Pero los mapuche nos han ayudado
a redescubrirnos y a conocernos. Somos mestizaje todo el rato.
Mi abuelo paterno era inmigrante desde el sur”.
De la identidad la
conversación deriva hacia el papel de las mujeres. Varios
integrantes de la ronda dijeron en voz alta que la Casa es
sostenida por las mujeres, como buena parte de las
organizaciones populares. En ese momento Tania, una mujer joven
y fuerte, ofrece infusiones y mate que se empeña en servirlos,
como quien ofrece hospitalidad, con sencilla dedicación.
Karin explica que “las mujeres son uno de los pilares que han
sostenido la Casa, como Tania, que se ha quedado en este espacio
y ha permitido abrir la puerta y encontrarse con los demás. Los
hombres participan en colectivos pero se van rápido. El hombre
es más mente que corazón”.
Cristian cree que las mujeres tienen “mayor capacidad de
contener, acoger y formar comunidad. Mujer y comunidad van
juntas. El hombre es más de salir a buscar, trabajo o utopías,
es el que instala la política y la mujer instala la comunidad
desde el corazón”.
Tratamos de adentrarnos en un debate complejo: cómo es la
organización y la acción política desde la mujer.
Lo que
aparece, y marca una diferencia con el feminismo del Norte, es
que no hay contradicción entre el lugar de la familia y el
trabajo en el hogar, centrado en la cocina, con la emancipación
como mujeres.
Una vez más Karin: “Las mujeres partimos de lo básico, de la
comida que es el punto de encuentro. La gente llega a tomarse un
mate, pasan por el salón y se van a la cocina que es el lugar de
la espontaneidad y del corazón, un lugar de las mujeres. Cuando
dicen que las mujeres sostenemos el espacio, es la cocina la que
lo sostiene, simplemente estando y cuidando el espacio incluso
con flores y plantas para que sea bonito”.
Tania y Karin siempre cocinan, y no conciben otro modo de hacer
política, al punto que aseguran que la comida y por lo tanto la
cocina es el centro. “Lo hacemos con cariño y paciencia. Hacemos
una ceremonia mapuche antes de hacer la comida, la comida es
algo muy importante, no se puede hacer así nomás, a las
corridas, ni comerla sin respeto”, sigue Karin.
Reconocen que existe una fuerte división del trabajo. Los
varones organizan los campeonatos de fútbol para recaudar fondos
para el carnaval, mientras mujeres cocinan para los jugadores de
los 14 equipos. “Algunas nos dicen que estar en la cocina es muy
machista. Pero yo creo que la gente tiene que estar donde se
sienta más cómoda, a mi no afecta estar en la cocina y no me
impide estar en el frente de lucha”.
Pone un ejemplo. En el taller de telar son 15 mujeres que se
rotan para cocinar. No hay una jefa de cocina, a veces alguien
coordina pero no es un lugar de poder. “En los trawün plantemos más visible
las contradicciones que tenemos. En la cocina a veces se genera
tensión porque alguien quiere mandar más, empieza a tensarse,
algunas se cortan y ahí tenemos que parar, siempre aparece
alguien que dice cómo hay que cortar, qué hay que ir a comprar.
Lo comunitario supone tomarse tiempo para eso”.
Carnaval sin pacos
La ronda se agita con la intervención de Daniel, el mayor de
los miembros de la Casa de la Cultura. “Todo acá se hizo sin el
apoyo del Estado, por eso la intervención. Los pacos (policía)
están armados a guerra, pero es una guerra contra el pueblo”.
Juan, miembro del Teatro de Emergencia que funciona cerca de la
Casa, considera que “las organizaciones sociales y el modo de
vida están intervenidos”, o sea militarizados, porque “nuestro
modo de vida quiere ser gobernado”.
Concluye con una frase que podría aplicarse a cualquier rincón
de América Latina, y naturalmente se piensa en México. “No sólo
se trata de resistir, sino de construir algo que nos permita
resistir”. Karin pone los detalles de eso que llaman
intervención: “Vivimos en un cerco, pacos en cada esquina,
abusan, manosean, y no puedo salir a la calle con mi hija porque
hay tiros”. Deja un mensaje pesado para los universitarios:
“Aquí vienen muchos a recoger información para sus tesis, somos
objeto de estudio, pero esos conocimientos le sirven a la
intervención”.
En contraposición, realizaron este año la primera Bicicleteada
por la Memoria Combativa del 11 de Setiembre. En cada lugar que
paraban hablaban con vecinos que resistieron ese día el golpe y
contaban su historia. Una forma desde debajo de reconstruir
saberes escondidos en la memoria colectiva.
“En los últimos tiempos nuestras relaciones son más
cualitativas”, interviene Cristian, “no se hacen las cosas
porque se espera un reconocimiento sino porque se quiere hacer
comunidad, autoconstruirnos nosotros”. Relata el caso de varios
vecinos que dejaron su trabajo remunerado para hacer artesanía,
como consecuencia del espacio de “Ciencia Política a la Mano”,
que les sirve no sólo para cambiar la realidad sino para
transformarse ellos mismos. “No es fácil desaprender la cultura
política de las vanguardias”, sentencia.
Terminamos hablando del carnaval. Antes lo llamaban Semana
Legüina, que recordaba la fecha de iniciación de la población,
un 20 de diciembre. Ahora es un largo pasacalle de más de tres
horas en el que desfilan 500 personas entre bailarines, músicos
y vecinos, y cocinan para todos. Emerson se mete en la
conversación, recordando el lema de este año: “Sin pacos, sin
balazos y sin sapos”[9].
Tiene razón Gabriel Salazar, el historiador de los de abajo,
cuando asegura que la identidad de poblador se ha hecho más
importante que la de trabajador. El lugar de trabajo ya no
genera identidad, ni sentido de pertenencia. Se está produciendo
“una reagrupación espontánea en la sociedad, naturalmente, en
los sectores más marginales”, donde se buscan unos a otros ante
la desprotección del Estado. En los barrios se tejen fuertes
lazos de amistad, solidaridad y asociatividad, que es la forma
“de integrarse a la sociedad y luchar desde ahí, no desde el
trabajo”[10].
Coincide también con los jóvenes y las mujeres de La Legua en
su modo de mirar la política. “La movilización social no depende
de partidos políticos ni de tácticas sino de cultura y
educación”. A su vez, sostiene que la “verdadera educación” no
se da en la escuela sino “en actividades informales de educación
ciudadana, popular, autoeducación, y los jóvenes se están
matriculando espontáneamente es estos cordones populares de
educación”.
Algo de eso sucede en La Legua y en muchos barrios populares de
América Latina. Son cientos de pequeños espacios, como la Casa
de la Cultura, que a lo largo de décadas realizan decenas de
pequeñas actividades en las que participan básicamente jóvenes y
mujeres. Ellos y ellas están cambiando el mundo, mucho antes de
ganar visibilidad en las grandes alamedas.
[1] Todas
las voces fueron recogidos en la Casa de la Legua, el 4 de
diciembre, y en la feria América Latina Desde Abajo, el 5 de
diciembre de 2014.
[2] Mario
Garcés, “Las tomas en la formación de Santiago”, en AAVV El mundo de las
poblaciones, Santiago, LOM, 2004.
[4] Mario
Garcés,” Las tomas en la formación de Santiago”, p. 10.
[5] Todos
los testimonios sobre esas jornada en Mario Garcés y Sebastián
Leiva, El Golpe
en La Legua, Santiago, LOM, 2005.
[6] Idem
p. 80.
[8] Ver
“La Victoria: Medio siglo construyendo otro mundo” en Programa
de las Américas, 12 de otubre de 2007, http://www.cipamericas. org/es/archives/905
[9] Sin
policías, sin balazos y sin soplones.
[10] Gabriel
Salazar, “La identidad de poblador es más importante que la de
trabajador” en Archivo Chile, abril de 2005