miércoles, 18 de febrero de 2015

La Legua, Santiago de Chile antes de irrumpir en las grandes alamedas


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Como tantas otras poblaciones periféricas, La Legua, barrio de Santiago, está sometida a la intervención militar-policial con la excusa del narcotráfico. Sin embargo, en medio de la pobreza y la represión, resisten creando vida y comunidad, con las mujeres y los jóvenes como los actores más destacados.
 
“Aquí el Estado tiene las garras bien puestas, nos tienen la bota encima, pero bailamos. No le pedimos nada al Estado porque somos una comunidad digna”. Las palabras atraviesan el aire denso de un mediodía caluroso y parecen posarse lentamente sobre los que compartimos la ronda. “La autogestión es nuestra dignidad”, dice Emerson, levantando la voz para que el círculo de casi cincuenta personas pueda escucharlo[1].

El “nosotros” al que se refiere Emerson son los miembros de la Casa de la Cultura de la Legua, en el sur de Santiago (Chile), uno de los barrios más emblemáticos por su prolongada resistencia, tanto en dictadura como en democracia. La Casa es una gran sala seguida de una pequeña cocina, patio, baño y algún dormitorio. En el centro del salón destaca una gran bandera mapuche que cobija la asamblea.

Nos recibieron con almuerzo: pescado frito, ensaladas y jugos frescos, pero lo más delicioso fue el borgoña, un cóctel tradicional de vino tinto y frutillas que aplaca la sed y el calor. Después nos colocamos en ronda y Emerson, uno de los más jóvenes de la Casa, abrió el trawün, encuentro en mapudungun, destacando el carácter autónomo de todos los trabajos que realizan.

En la Casa funcionan tres talleres en los que participan la mayor parte de los que integran el espacio: “telar mapuche”, “ser y cosmovisión mapuche” y “ciencia política a la mano”, donde discuten cómo organizarse y luchar pero sin recaer en modales académicos. “Se trata de desaprender la cultura política de vanguardias que aprendimos en las organizaciones”, dice Cristian.

Autoconstrucción y resistencia

La Legua son en realidad tres poblaciones que suman algo más de 15,000 personas. La Legua Vieja se fue poblando desde principios del siglo XIX por obreros que llegaban desde el norte cuando comenzó el declive de la industria del salitre. Se fueron a vivir a “una legua” del centro de la ciudad, que por esos años eran terrenos baldíos. En 1947 se crea La Legua Nueva que fue “la primera toma organizada de la que se tiene noticia”, según el historiador Mario Garcés[2].
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Mientras las callampas se forman por agregación individual de las familias, que construyen viviendas precarias con materiales de desecho y se ubican en riberas y ríos y faldas de montañas, las tomas son organizadas por cientos de vecinos que llegan todos juntos al terreno escogido, levantan las viviendas en poco tiempo, marcan los sitios para viviendas y los destinados a espacios públicos, incluyendo escuela, dispensario de salud y espacio para la organización vecinal.

Finalmente, La Legua de Emergencia se formó en 1951 cuando el Estado asignó casitas sólo durante seis meses a personas que provenían de callampas y conventillos del centro, muchos en la ribera del río Mapocho. Eran precarias y estrechas (“dos piecitas de madera, cocina y baño, sin patio”, recuerda una vecina[3]) pero mucha gente permanece hasta hoy.

Garcés asegura que La Legua es “una de las poblaciones más emblemáticas de Santiago”. Destaca sus capacidades organizativas y políticas: “Contó con poderosas organizaciones vecinales en los años 50 y 60, y fue el único asentamiento urbano donde se combatió a los militares el 11 de setiembre de 1973”[4].

Dos poderosas corrientes se fusionaron en la población de La Legua, al igual que en otra poblas del cinturón industrial: los partidos de izquierda, sobre todo comunistas y socialistas, y los sacerdotes católicos que amparaban las organizaciones vecinales desde la Parroquia de San Cayetano, semillero de militantes vecinales y alero en el que se cobijaron de la represión durante la dictadura.

Lo sucedido el 11 de setiembre de 1973 aún resuena en el barrio. Una detallada investigación realizada por los historiadores Garcés y Sebastián Leiva, relata los cuatro enfrentamientos que hubo en el barrio ese día, protagonizados por jóvenes de los partidos Comunista y Socialista y del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). En las acciones de defensa del gobierno de Salvador Allende confluyeron pobladores, sindicalistas y militantes de izquierda.

Un primer combate se produjo en una fábrica vecina al barrio, con decenas de militantes de varios partidos, entre ellos Miguel Enríquez, máximo dirigente del MIR que caerá en un enfrentamiento en octubre de 1974. Los militantes armados estaban cercados en la fábrica INDUMET, rompieron el cerco disparando y se refugiaron en La Legua donde los vecinos los acogieron[5].

PLa Leguaoco después ametrallan un autobús de Carabineros y los obligan a rendirse. En otra fábrica del barrio donde se habían agrupado los resistentes, la textil SUMAR, los trabajadores armados ametrallaron un helicóptero militar que tuvo que retirarse con daños en las aspas al recibir 18 disparos que impactaron el aparato. El mayor enfrentamiento se produjo por la tarde, cuando dispararon a un autobús con 25 Carabineros y dos oficiales. Hubo muertos de ambos lados.

Las incursiones militares en los días siguientes incluyeron tanques de guerra y disparos a cualquier persona que saliera a la calle. El domingo 16 de setiembre cercaron el barrio, los aviones pasaron rasantes sobre las casas para intimidar, allanaron todas las viviendas, golpearon a los varones en las calles, destruyeron sus pertenencias y se llevaron 200 detenidos. Algunos nunca aparecieron y varios de los que participaron en los enfrentamientos del día 11 fueron fusilados. Se calcula que la represión posterior al golpe causó 42 muertos en La Legua. Venganza contra una población combativa.

Pero ya en diciembre la población empieza a perder el miedo. Acompaña el funeral de las víctimas del Plan Leopardo, el asesinato de cinco militantes comunistas, pero “más tarde, lentamente las organizaciones fueron resurgiendo, sobre todo al alero de la Parroquia San Cayetano. Allí se fueron reagrupando cristianos y no cristianos para apoyarse en la sobrevivencia”[6].

Ser mapuche en la ciudad

Artes y Oficios es una calle angosta flanqueada de viviendas bajas, pobres pero no precarias, entre la avenida Las Industrias y la plaza Salvador Allende, donde funciona un mercado popular. En el número 343 está la Casa de la Cultura. A unos diez minutos del Estadio Nacional, donde pobladores de La Legua y de otros barrios industriales fueron trasladados aquel 11 de setiembre.

El ambiente es austero, como el barrio. Unos jóvenes fuman en la puerta, las mujeres cocinan en el fondo y otros trasiegan sillas y mesas. El encuentro forma parte de la feria de libros y organizaciones populares “América Leatina Desde Abajo”, impulsada por la editorial Quimantú y seguida por una docena de editoriales chilenas, argentinas y uruguayas[7].

Desde hace poco más de diez años La Legua, como La Victoria y otros barrios populares de Santiago, están “intervenidos” por el Estado, lo que significa que sus calles son patrulladas permanentemente por carabineros y los jóvenes son abordados con frecuencia[8]. La represión va de la mano de políticas sociales que buscan convencer a los más pobres que su problema son los pequeños traficantes, no el modelo de país que instaló la dictadura desde 1973.
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Karin y Cristian tienen una hija pequeña, pero entre ambos suman varios chicos más. Relatan la historia de la Casa de la Cultura, que nació en 1985, cuando Chile estaba sacudido por protestas masivas de los pobladores. “En el contexto de 1985 decidieron gritar la protesta desde la cultura”, dice Karin. “La cultura era el manto que permitía que se reunieran, trabajaban en cuentos y poesías con el círculo de poetas de La Legua”, interviene Cristian.

La parroquia San Cayetano, a media cuadra de la Casa de la Cultura, en la plaza Salvador Allende, refugiaba perseguidos por el régimen. “En la misma parroquia hay subterráneos”, asegura Karin en tono de misterio, como si hubieran sido refugio de militantes. “La Semana Legüina fue la fiesta de la población en la que surge la propuesta de recuperar la memoria del barrio, pero ahora se convirtió en nuestro carnaval”, relata Karin.

La transición a la democracia, a partir de 1990, caminó de la mano de la desarticulación de buena parte de las organizaciones populares territoriales. Según Cristian, que militaba en un partido marxista, “los grupos dejaron la calle, se hicieron legalistas y se metieron en los partidos”. Lo dice como quien pronuncia una sentencia. La Casa de la Cultura atravesó también dificultades, tuvo que buscarse otro local porque el anterior estaba vinculado a un partido político, y comenzaron a trabajar de otro modo.

“La Casa está abierta a todos los que quieran hacer cosas desde otro lugar, o sea desaprender lo que hemos aprendido”. Karin se refiere a las práctica partidistas, “porque los partidos, por más respetable que sea su historia, hoy no llegan a los corazones de las gentes. Nos traen a los pobladores la formulita, y nosotros trabajamos de otro modo, nos juntamos y vemos si nos sintonizamos”.

Para ella lo más importante son los espacios de encuentro, como los tres talleres que crearon. La presencia de lo mapuche, en una población donde la mayoría no lo son, es motivo de reflexión.

Karin se apellida Cuminao. Aunque nació en Santiago siempre supo que su familia venía del sur. Cristian se apellida Moreno, su piel es bien blanca, nació y vivió como chileno. Ahora son pareja y ambos se sienten mapuches. Aunque los padres de Karin no hablaban mapudungun por temor, ella se empeñó en recuperarlo, un trabajo paralelo al de recuperar a sus raíces. Para Cristian es diferente. Descubrió el mundo mapuche como parte de la resistencia política, pero hoy se identifica con la cosmovisión y la cultura.

Mujeres de familia y comunidad

En La Legua hay muchas familias de origen mapuche pero no se identifican como tales. En la Casa de la Cultura la cosmovisión mapuche se expresa en los trawün, o sea en espacios circulares que pueden durar mucho tiempo, “todo el tiempo que las personas necesiten, es un lugar donde se comparte lo que cada uno lleva, desde alimentos hasta palabras. Ahí se va definiendo qué hacer y cómo hacer para estar mejor”, relata Karin.

Cristian descubrió ese mundo al unirse a Karin. Hoy cree que la identidad mapuche le ayuda a comprender su lugar dentro de ese país llamado Chile donde “sólo existen chilenos, que se creen los ingleses de Latinoamérica. Pero los mapuche nos han ayudado a redescubrirnos y a conocernos. Somos mestizaje todo el rato. Mi abuelo paterno era inmigrante desde el sur”.
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De la identidad la conversación deriva hacia el papel de las mujeres. Varios integrantes de la ronda dijeron en voz alta que la Casa es sostenida por las mujeres, como buena parte de las organizaciones populares. En ese momento Tania, una mujer joven y fuerte, ofrece infusiones y mate que se empeña en servirlos, como quien ofrece hospitalidad, con sencilla dedicación.
Karin explica que “las mujeres son uno de los pilares que han sostenido la Casa, como Tania, que se ha quedado en este espacio y ha permitido abrir la puerta y encontrarse con los demás. Los hombres participan en colectivos pero se van rápido. El hombre es más mente que corazón”.

Cristian cree que las mujeres tienen “mayor capacidad de contener, acoger y formar comunidad. Mujer y comunidad van juntas. El hombre es más de salir a buscar, trabajo o utopías, es el que instala la política y la mujer instala la comunidad desde el corazón”.

Tratamos de adentrarnos en un debate complejo: cómo es la organización y la acción política desde la mujer. 

Lo que aparece, y marca una diferencia con el feminismo del Norte, es que no hay contradicción entre el lugar de la familia y el trabajo en el hogar, centrado en la cocina, con la emancipación como mujeres.
Una vez más Karin: “Las mujeres partimos de lo básico, de la comida que es el punto de encuentro. La gente llega a tomarse un mate, pasan por el salón y se van a la cocina que es el lugar de la espontaneidad y del corazón, un lugar de las mujeres. Cuando dicen que las mujeres sostenemos el espacio, es la cocina la que lo sostiene, simplemente estando y cuidando el espacio incluso con flores y plantas para que sea bonito”.

Tania y Karin siempre cocinan, y no conciben otro modo de hacer política, al punto que aseguran que la comida y por lo tanto la cocina es el centro. “Lo hacemos con cariño y paciencia. Hacemos una ceremonia mapuche antes de hacer la comida, la comida es algo muy importante, no se puede hacer así nomás, a las corridas, ni comerla sin respeto”, sigue Karin.

Reconocen que existe una fuerte división del trabajo. Los varones organizan los campeonatos de fútbol para recaudar fondos para el carnaval, mientras mujeres cocinan para los jugadores de los 14 equipos. “Algunas nos dicen que estar en la cocina es muy machista. Pero yo creo que la gente tiene que estar donde se sienta más cómoda, a mi no afecta estar en la cocina y no me impide estar en el frente de lucha”.

Pone un ejemplo. En el taller de telar son 15 mujeres que se rotan para cocinar. No hay una jefa de cocina, a veces alguien coordina pero no es un lugar de poder. “En los trawün plantemos más visible las contradicciones que tenemos. En la cocina a veces se genera tensión porque alguien quiere mandar más, empieza a tensarse, algunas se cortan y ahí tenemos que parar, siempre aparece alguien que dice cómo hay que cortar, qué hay que ir a comprar. Lo comunitario supone tomarse tiempo para eso”.

Carnaval sin pacos

La ronda se agita con la intervención de Daniel, el mayor de los miembros de la Casa de la Cultura. “Todo acá se hizo sin el apoyo del Estado, por eso la intervención. Los pacos (policía) están armados a guerra, pero es una guerra contra el pueblo”. Juan, miembro del Teatro de Emergencia que funciona cerca de la Casa, considera que “las organizaciones sociales y el modo de vida están intervenidos”, o sea militarizados, porque “nuestro modo de vida quiere ser gobernado”.

Concluye con una frase que podría aplicarse a cualquier rincón de América Latina, y naturalmente se piensa en México. “No sólo se trata de resistir, sino de construir algo que nos permita resistir”. Karin pone los detalles de eso que llaman intervención: “Vivimos en un cerco, pacos en cada esquina, abusan, manosean, y no puedo salir a la calle con mi hija porque hay tiros”. Deja un mensaje pesado para los universitarios: “Aquí vienen muchos a recoger información para sus tesis, somos objeto de estudio, pero esos conocimientos le sirven a la intervención”.

En contraposición, realizaron este año la primera Bicicleteada por la Memoria Combativa del 11 de Setiembre. En cada lugar que paraban hablaban con vecinos que resistieron ese día el golpe y contaban su historia. Una forma desde debajo de reconstruir saberes escondidos en la memoria colectiva.

“En los últimos tiempos nuestras relaciones son más cualitativas”, interviene Cristian, “no se hacen las cosas porque se espera un reconocimiento sino porque se quiere hacer comunidad, autoconstruirnos nosotros”. Relata el caso de varios vecinos que dejaron su trabajo remunerado para hacer artesanía, como consecuencia del espacio de “Ciencia Política a la Mano”, que les sirve no sólo para cambiar la realidad sino para transformarse ellos mismos. “No es fácil desaprender la cultura política de las vanguardias”, sentencia.
Terminamos hablando del carnaval. Antes lo llamaban Semana Legüina, que recordaba la fecha de iniciación de la población, un 20 de diciembre. Ahora es un largo pasacalle de más de tres horas en el que desfilan 500 personas entre bailarines, músicos y vecinos, y cocinan para todos. Emerson se mete en la conversación, recordando el lema de este año: “Sin pacos, sin balazos y sin sapos”[9].

Tiene razón Gabriel Salazar, el historiador de los de abajo, cuando asegura que la identidad de poblador se ha hecho más importante que la de trabajador. El lugar de trabajo ya no genera identidad, ni sentido de pertenencia. Se está produciendo “una reagrupación espontánea en la sociedad, naturalmente, en los sectores más marginales”, donde se buscan unos a otros ante la desprotección del Estado. En los barrios se tejen fuertes lazos de amistad, solidaridad y asociatividad, que es la forma “de integrarse a la sociedad y luchar desde ahí, no desde el trabajo”[10].

Coincide también con los jóvenes y las mujeres de La Legua en su modo de mirar la política. “La movilización social no depende de partidos políticos ni de tácticas sino de cultura y educación”. A su vez, sostiene que la “verdadera educación” no se da en la escuela sino “en actividades informales de educación ciudadana, popular, autoeducación, y los jóvenes se están matriculando espontáneamente es estos cordones populares de educación”.

Algo de eso sucede en La Legua y en muchos barrios populares de América Latina. Son cientos de pequeños espacios, como la Casa de la Cultura, que a lo largo de décadas realizan decenas de pequeñas actividades en las que participan básicamente jóvenes y mujeres. Ellos y ellas están cambiando el mundo, mucho antes de ganar visibilidad en las grandes alamedas.

[1] Todas las voces fueron recogidos en la Casa de la Legua, el 4 de diciembre, y en la feria América Latina Desde Abajo, el 5 de diciembre de 2014.
[2] Mario Garcés, “Las tomas en la formación de Santiago”, en AAVV El mundo de las poblaciones, Santiago, LOM, 2004.
[3] “La emergencia de Legua Emergencia”, en revista Perro Muerto, N° 4, julio de 2002.
[4] Mario Garcés,” Las tomas en la formación de Santiago”, p. 10.
[5] Todos los testimonios sobre esas jornada en Mario Garcés y Sebastián Leiva, El Golpe en La Legua, Santiago, LOM, 2005.
[6] Idem p. 80.
[8] Ver “La Victoria: Medio siglo construyendo otro mundo” en Programa de las Américas, 12 de otubre de 2007, http://www.cipamericas.org/es/archives/905
[9] Sin policías, sin balazos y sin soplones.
[10] Gabriel Salazar, “La identidad de poblador es más importante que la de trabajador” en Archivo Chile, abril de 2005