Después
de intentar llegar unas cinco veces a Plaza Italia (sea por el Parque
Bustamante, sea por Vicuña Mackenna, sea por Seminario), y de retroceder
una y otra vez víctima de los gases lacrimógenos y del agua del
“guanaco”, decidí abandonar a esa gran ‘columna dispersa’ que se
reagrupaba en cada esquina del centro de la capital y volver a casa
(asumiendo a partir de mi cansancio, y con bastante pesar, el paso de
los años y el efecto acumulativo del cigarrillo).
La
última “corrida” nos hizo llegar a las inmediaciones del Liceo Carmela
Carvajal donde una nueva barricada cerraba la calle, abriendo el camino
-como dirían los franceses-. Caminé hasta Avenida Salvador, pensando
ingenuamente en tomar una micro y en el Paradero mismo, cinco chicos
llegaron con un cargamento -modesto, eso sí- de cartones y plásticos y
prendieron lo que, se notaba, era su primera barricada.
Decidí
caminar. Apuré el paso hacia el sur, me esperaban -al menos- 10
cuadras. Y prendiendo el cigarrillo que no pude encender las dos horas
anteriores enfilé por una calle con escaso tráfico, lo que agigantaba el
silencio y agudizaba los oídos. De pronto, una señora sola en un balcón
golpeaba dos tapitas de tetera. Una cuadra más allá, ya eran tres. Dos
cuadras más, y ya eran cinco vecinos en la vered -ollas, sartenes y
cucharones en mano-. Y así, suma y sigue. Al llegar a Avenida Grecia, el
ruido era tremendo y las 80 personas ubicadas solo en esa esquina me
dieron la señal de bienvenida a una comuna que nunca antes había sentido
como “mi casa”.
La memoria enclaustrada
Los
que somos de la generación “bisagra” (esa que no participó de la fiesta
de la Unidad Popular, que tampoco alcanzó a participar de las grandes
protestas contra la Dictadura -viendolas, más bien con ojos de niño- y
que su ingreso al mundo de la organización social se dio en medio del
desencanto subterráneo de la “transición democrática”, con Pinochet aún
amenazando el Palacio de Gobierno) somos precisamente una generación
cuya memoria histórica del pasado reciente está construida
fundamentalmente de manera vivencial, y se ha hecho a punta de retazos,
escasamente hilados, a contrapelo de los efectos amnésicos de la memoria
oficial, los currículums escolares y la televisión.
En
mi caso en particular, mis recuerdos de infancia son difusos, y a veces
un olor en especial, en otros una fotografía amarillenta, me hacen
tener pequeños “flash” que me remiten a esos años en poblaciones de La
Cisterna y La Granja. Anoche, caminando por Avenida Grecia -y viendo en
cada esquina grupos de personas con cacerolas- me volví a sentir
nuevamente en las calles de la población Santa Adriana, y esos flash se
hicieron permanentes, viendo de nuevo la alegría de compartir la calle,
el miedo mezclado con carnaval. De una forma u otra, se había abierto la
compuerta de mi propia memoria histórica más profunda y, estoy seguro
de ello, no era el único.
De
vuelta a casa, tome mi olla y me uní al coro, compartiendo con vecinos
que, hasta ayer, sólo veía, a lo lejos, en alguna reunión de la Junta de
Vecinos o saludaba brevemente en el almacén de la esquina.
¿Las cacerolas generan educación gratuita, cambian consituciones o derrocan Gobiernos?
No,
pero todos y todas lo sabíamos. Y muchos de los que ahí estaban no lo
hacían por eso, o no sólo por eso. Lo hacíamos porque la convocatoria
improvisada hecha a media-tarde apeló precisamente a esa memoria
histórica colectiva. A ese cúmulo de experiencias que -como saberes- se
acumulan en nuestro interior aunque en nuestro exterior parezcamos, a
veces, sometidos, alienados, profundamente silenciosos. De una forma u
otra, muchos volvían a estar en 1983, en ese 11 de Mayo en que, después
de una convocatoria realizada por la Confederación de Trabajadores del
Cobre, decenas de poblaciones a lo largo del país esperaron el silencio
cómplice de la noche para romper la frontera de lo comunitario (donde se
habían refugiado durante 10 años “regenerando el tejido social” a
partir de colonias urbanas, ollas comunes, “Comprando Juntos”, Navidades
Populares, Comunidades Cristianas de Base, Bolsas de cesantes y un
largo etcétera) para volver a aparecer en el espacio público y en la
escena política, sólo que ahora no en “las grandes Alamedas”
-controladas por los militares-, sino en las “Alamedas locales”, en sus
esquinas, en sus calles principales.
En
ese sentido, lo vivido ayer en los cacerolazos es auspicioso
principalmente porque este gesto colectivo fue un revival popular -en
pleno siglo XXI- de aquellas jornadas de los ’80 y, junto con ello, un
espacio de reconstrucción de dicha memoria, generando una puerta de
entrada a ella y permitiendo así la posibilidad de, en el mediano plazo,
reactivar antiguos “repertorios de acción colectiva” y dar pie para la
invención de otros nuevos.
¿Cómo generar una protesta “a la medida”?
En esa línea, y aportando a dicha reconstrucción social, ¿cuál fue la
potencia de las 22 Jornadas de Protesta Nacional que se desarrollaron
entre 1983 y 1986 a las cuales hago referencia? Para efectos de este
análisis, quiero destacar una: la construcción de un repertorio de
acción y de protesta “a la medida”. Es decir, donde no se consideraba a
un tipo de manifestación como la fundamental (aunque el enfrentameinto
directo con la policía -sobre todo por parte de los jóvenes pobladores- y
las manifestaciones en el centro de las grandes ciudades continuaban
siendo las centrales), sino donde se daba la posibilidad de que cada
cuál protestara “según sus capacidades”. Este llamado, que podríamos
definir como una convocatoria a una “desobediencia civil diversificada”,
hizo efecto rápidamente: no salir a comprar o pagar cuentas, no ir al
trabajo, no llevar a los niños al colegio, prender velas, tocar
cacerolas o reunirse en liturgia fueron entendidos como gestos de
protesta. Y, con ello, todos y todas pudieron ser participantes, y no
espectadores.
Y
eso va en la línea de lo que los estudiantes han conseguido este último
tiempo. Independiente de los debates en torno a la efectividad política
de besarse, bailar, simular una playa o disfrazarse de super héroe “por
la educación”, estas diversas acciones han permitido que miles de
jóvenes se sumen a una acción colectiva en función de sus intereses y
capacidades generando, además, una identidad colectiva que los fortalece
como sujetos históricos. El límite de esas acciones era, precisamente,
que no se había generado hasta ayer una acción colectiva que permitiera
“unir” generaciones. Y eso ya ocurrió, y debe ser aplaudido.
¿Cuántos
de los que caceroleaban ayer no habían participado en ninguna acción
colectiva en los últimos 20 años? Es difícil precisarlo, pero a mi
parecer pueden ser muchos. Como decía un amigo: “En la mañana los niños
salieron a pelear por su pueblo, ahora en la noche, el pueblo pelea por
sus niños”.
Con
todo, después de estas movilizaciones, al menos una decena de mitos
sobre nuestra “democracia” y de la “participación ciudadana” quedarán
atrás -y ¡a buena hora!-; entre ellos, aquel que plantea que la
ciudadanía no valora la organización ni la acción colectiva. Tal como
señaló la ONG Genera hace pocos días, 3 de cada 4 chilenos cree que “la
acción de la ciudadanía organizada es importante o muy importante para
lograr cambios significativos en diversas problemáticas del país”. En
esa línea, lo que ocurrió la noche del 4 de Agosto -la reminiscencia
hecha a nuestra propia memoria histórica como pueblo a partir de los
cacerolazos masivos a lo largo del país- es una muestra de ello, y puede
constituir una base sobre la cuál se deberán pensar las acciones
colectivas futuras. Convocatorias donde la manera de manifestarse sepa
construirse sobre lo que ya hemos sido y hecho colectivamente;
ajustándose a los nuevos contextos, claro está, pero sin perder esa
autonomía y sin volver a cerrar estas ventanas a nuestra propia memoria
que son el suelo fértil desde el cuál se levantará, después de la
protesta -o junto con ella- la propuesta.
El
historiador Gabriel Salazar comentaba en CNN que lo ocurrido el 4 de
Agosto puede convertirse en “la primera Jornada de Protesta Nacional en
contra del gobierno de los empresarios”. Puede ser, puede que no, pero
lo seguro es que -parafraseando a los zapatistas- cuando amaine esta
tormenta, este país ya no será el mismo, sino algo mucho mejor.
Por Daniel Fauré
Historiador Social y Educador Popular