El aumento del precio del transporte fue
la brecha por la que se coló el profundo descontento que vive la sociedad
brasileña. En apenas dos semanas las movilizaciones se multiplicaron: de cinco
mil los primeros días a más de un millón en cien ciudades. La desigualdad, a
falta de participación y la represión son los grandes temas.
Raúl Zibechi
Los abucheos y rechiflas dieron la
vuelta al mundo. Dilma Rousseff no se inmutó pero sus facciones denotaban
incomodidad. Joseph Blatter sintió la reprobación como algo personal y se
despachó con una crítica a la afición brasileña por su falta de “fair play”. Que
la presidenta de Brasil y el mandarían de la
FIFA, una de las instituciones más corruptas del mundo, fueran
desairados por decenas de miles de aficionados de clase media y media alta,
porque los sectores populares ya no pueden acceder a estos espectáculos, refleja
el hondo malestar que atraviesa a la sociedad brasileña.
Lo sucedido en el estadio Mané Garrincha
de Brasilia saltó a las calles, amplificado, el lunes 17 cuando más de 200 mil
personas se manifestaron en nueve ciudades, en particular jóvenes afectados por
la carestía y la desigualdad, que se plasma en los elevados precios de
servicios de baja calidad mientras las grandes constructoras amasan fortunas en
obras para los megaeventos a cargo del presupuesto estatal.
Todo comenzó con algo muy pequeño, como
sucede en las grandes revueltas del siglo XXI. Un modesto aumento del trasporte
urbano de apenas 20 centavos (de 3 a 3,20 reales, dos pesos uruguayos). Primero
fueron pequeñas manifestaciones de militantes del Movimiento Pase Libre (MPL) y
de los comités contra las obras del Mundial de 2014. La brutalidad policial
hizo el resto, ya que consiguió amplificar la protesta convirtiéndola en la
mayor oleada de movilizaciones desde el impeachment
contra Fernando Collor de Melo en 1992.
El viernes 7 de junio se realizó la
primera manifestación en São Paulo contra el aumento del pasaje con poco más de
mil manifestantes. El martes 11 fueron otros tantos, pero se quemaron dos
autobuses. Las dos principales autoridades, el gobernador socialdemócrata Geraldo Alckmin y el alcalde petista Fernando Haddad, se encontraban
en París promoviendo un nuevo megaevento para la ciudad y tacharon a los
manifestantes de “vándalos”.
El miércoles 12 una nueva manifestación
se saldó con 80 autobuses atacados y 8 policías heridos. El jueves 13 los
ánimos estaban caldeados: la policía reprimió brutalmente a los cinco mil manifestantes
provocando más de 80 heridos, entre ellos varios periodistas de Folha de São Paulo. Un tsunami de
indignación barrió el país que se tradujo, pocas horas después, en los abucheos
contra Dilma y Blatter. Hasta los medios más conservadores debieron reflejar la
brutalidad policial. La protesta contra el aumento del boleto convergió sin
proponérselo con la protesta contra las millonarias obras de la Copa de las
Confederaciones. Lo que parecían manifestaciones pequeñas, casi testimoniales,
se convirtieron en una ola de insatisfacción que abarca todo el país.
Síntoma de la gravedad de los hechos es
que el lunes 17, cuando se produjo la quinta movilización con más de 200 mil
personas en una decena de capitales, los políticos más importantes del país,
los ex presidentes Fernando Henrique Cardoso y Luiz Inacio Lula da Silva,
condenaron la represión. “Descalificarlos como vándalos es un grave error.
Decir que son violentos no resuelve nada. Justificar la represión es inútil”,
escribió Cardoso quien atribuyó las protestas al “desencanto de la juventud
frente al futuro”.
Lula tuiteó algo similar: “La democracia
no es un pacto de silencio sino una sociedad en movimiento en busca de nuevas
conquistas. La única certeza es que el movimiento social y las reivindicaciones
no son cosa de la policía sino de mesas de negociación. Tengo la certeza de que
entre los manifestantes la mayoría están dispuestos a ayudar a construir una
solución para el transporte urbano”. Además de desconcertar a las elites, los
manifestantes consiguieron que se suspendieran los aumentos.
La
sensación de injusticia
El transporte público en ciudades como São
Paulo y Rio de Janeiro es uno de los más caros del mundo y su calidad es
pésima. Un relevamiento del diario Folha
de São Paulo analiza los precios del transporte público en las dos mayores
ciudades del país en relación al tiempo de trabajo necesario para pagar un
pasaje, en relación con el salario medio en cada ciudad. El resultado es
catastrófico para los brasileños.
Mientras un habitante de Rio necesita
trabajar 13 minutos para pagar un pasaje y un paulista 14 minutos, en Buenos
Aires sólo se tiene que trabajar un minuto y medio, diez veces menos. Pero la
lista incluye las principales ciudades del mundo: en Pekín el pasaje equivale a
3 minutos y medio de trabajo, en París, New York y Madrid seis minutos, en
Tókio nueve minutos, al igual que Santiago de Chile. En Londres, una de las
ciudades más caras del mundo, cada pasaje demanda 11 minutos de trabajo (Folha de São Paulo, 17 de junio de 2013).
El periódico cita al ex alcalde de
Bogotá, Enrique Peñalosa, para ejemplificar lo que debería ser la
democratización urbana: “La ciudad avanzada no es aquella en la que los pobres
andan en auto, sino aquella en la que los ricos usan el transporte público”. En
Brasil, concluye el diario, está sucediendo lo contrario.
En los últimos ocho años el transporte
urbano en São Paulo se ha deteriorado según revela un informe de O Estado de São Paulo. La concesión vigente fue asignada durante la gestión
de Marta Suplicy (PT) en 2004. El
sistema de transporte colectivo creció de 1.600 a 2.900 millones de pasajeros
entre 2004 y 2012. Sin embargo, los autobuses en circulación descendieron de
14.100 unidades a 13.900. La conclusión es casi obvia: “Más gente está siendo
transportada pagando un precio más caro en menos omnibus que hacen menos
viajes” (O Estado de São Paulo, 15 de
junio de 2013). En cada unidad viaja un 80 por ciento más de pasajeros.
Según la Secretaría Municipal de
Trasportes de la ciudad, la mejora en la situación económica ha provocado un
aumento de la cantidad de pasajeros pero, a su vez, los autobuses hacen menos
viajes por el congestionamiento del tránsito lo que inevitablemente “recae
sobre los usuarios que sufren por la ineficiencia del sistema, con al aumento
del tiempo de los viajes”. Los costos también se han disparado por la
ineficiencia que supone un mal aprovechamiento de la infraestructura.
Si a esto se suma el despilfarro que
suponen las inversiones millonarias en las obras del Mundial 2014 y los Juegos
Olímpicos 2016, con su secuela de traslados forzados de pobladores, puede
comprenderse mejor el malestar reinante. Los seis estadios que se inauguraron
en la Copa de las Confederaciones insumieron casi dos mil millones de dólares.
La remodelación de Maracaná superó los 500 millones y otro tanto insumió el
Mané Garrincha, una obra monumental con 288 columnas que le confieren un
aspecto de “coliseo romano moderno” según el secretario general de la fifa, Jerome Valcke. Todo ese dinero
público para recibir un partido durante la Copa y siete en el Mundial.
Son recintos de lujo construidos por
media decena de grandes constructoras, algunas de las cuales se adjudicaron
también la administración de estas arenas donde se realizarán espectáculos a
los que muy pocos tendrán acceso. El costo final de todas las obras suele
duplicar los presupuestos iniciales. Aún faltan seis estadios más que están en
obras, la remodelación de aeropuertos, autopistas y hoteles. El BNDES acaba de
conceder un préstamo de 200 millones de dólares para la finalización del Itaquerão,
el nuevo estadio del Corinthians donde se jugará el primer partido del Mundial
2014.
Cansados
de pan y circo
La Articulación Nacional de los Comités
Populares de la Cop, difundió un informe en el que señala que en las doce ciudades
que albergarán partidos del Mundial hay 250 mil personas en riesgo de ser
desalojadas, sumando las amenazadas por realojos y las que viven en áreas
disputadas para obras (BBC Brasil, 15
de junio de 2013). Hubo casos en que una vivienda fue demolida con un aviso
previo de sólo 48 horas. Muchas familias realojadas se quejan de que fueron
trasladadas a lugares muy distantes con indemnizaciones insuficientes para
adquirir nuevas viviendas, de menos de cinco mil dólares en promedio.
Para completar este panorama, sólo para
la Copa de las Confederaciones se montó un operativo militar que supuso la
movilización de 23 mil militares de las tres armas que incluye un centro de
comando, control e inteligencia. El dispositivo moviliza 60 aviones y 50. La
disputa del Mundial 2014 ha obligado a Brasil a construir 12 estadios, 21
nuevas terminales aeroportuarias, 7 pistas de aterrizaje y 5 terminales portuarias.
El costo total
para el Estado de todas las obras será de 15.000 millones de dólares.
Ante semejante despliegue de gastos para
construir recintos de lujo resguardados con máxima seguridad, el Consejo
Nacional de Iglesias Cristianas (CONIC)
divulgó un comunicado en el que condena la brutalidad policial asegurando que
lo sucedido el 13 de junio en São Paulo “nos remite a tiempos sombríos de la
historia de nuestro país” (www.conic.org.br). El texto de las iglesias denuncia la falta de
apertura al diálogo y asegura que “la cultura autoritaria sigue siendo una
característica del Estado brasileño”.
Le recuerda al gobierno que el Consejo
de Derechos Humanos de la ONU
acaba de hacer varias recomendaciones, entre ellas poner fin a la policía
militar. La CONIC cree que la
represión policial contra las manifestaciones es la misma de “los exterminios
de jóvenes que suceden cotidianamente en las periferias de las ciudades”.
Finaliza diciendo que los grandes eventos que sólo traerán más ganancias “al
mercado financiero y a los mega conglomerados empresariales”. “No queremos sólo
circo. Queremos también pan, fruto de la justicia social”.
Si este es el estado de ánimo de las
iglesias, puede imaginarse cómo se sienten los millones de jóvenes que
invierten dos horas en ir a trabajar, tres en retornar a sus casas “en ómnibus
estúpidos y caros y enfrentan 200 kilómetros de congestionamiento”, como describe
el escritor Marcelo Rubens Paiva (O
Estado de São Paulo, 16 de junio de 2013). Todos los paulistas saben que los
ricos viajan en helicóptero. Brasil posee una de las mayores flotas de aviación
ejecutiva del mundo. Desde que gobierna el pt
la flota de helicópteros creció un 58,6 por ciento según la Asociación
Brasileña de Aviación General (ABAG).
São Paulo tiene 272 helipuertos y más
650 helicópteros ejecutivos que realizan alrededor de 400 vuelos diarios. Muchos
más que ciudades como Tóquio y New York. “Actualmente la capital paulista es la
única ciudad del mundo que posee un control de tráfico aéreo exclusivo para
helicópteros”, dice la ABAG. Por
eso fluye a indignación y por lo mismo tantos festejaron el retorno de la
protesta, para lo que tuvieron que esperar nada menos que dos décadas.
Una
respuesta de dignidad social
“Óooo, o povo acordou” (Óooo, el pueblo
despertó), gritaban los miles que ganaron las calles. Como si hubieran estado
dormidos durante años. Incluso Dilma Rousseff mencionó el vocablo: “Brasil hoy,
se despertó más fuerte. La grandeza de las manifestaciones de ayer muestra la
energía de nuestra democracia, la fuerza de la voz de la calle”. No tenía mucho
margen para decir algo diferente luego de gigantescas manifestaciones que no se
veían en dos décadas. Gilberto Carvalho, secretario general de la Presidencia,
fue menos políticamente correcto y reconoció “no entender” lo que está sucediendo en la calle.
Una de las razones por las cuales la
dirigencia política no entiende lo que sucede, es que durante los gobiernos del
pt 40 millones de brasileños
salieron de la pobreza e ingresaron al mercado de consumo, en una situación
económica favorable. En tanto, los movimientos sociales son débiles y
fragmentados.
La segunda cuestión es el abismo
generacional. Siete de cada diez manifestantes, según el instituto Datafolha, era la primera vez que
participaban en una manifestación. Más de ocho de cada diez no apoya a ningún
partido. El 53 por ciento tienen menos de 25 años. En un país amante del
fútbol, el 70 por ciento de los paulistas se interesan por las manifestaciones
frente a un 18 por ciento que siguen la Copa de las Confederaciones. La mitad
de los habitantes de la principal ciudad brasileña rechazan las instituciones,
entre las cuales el Congreso ostenta el mayor rechazo con el 82 por ciento,
pero el 77 por ciento apoya las manifestaciones.
¿Cómo pudo un pequeño movimiento por la
gratuidad del transporte generar tantas adhesiones? El Movimiento Pase Libre (mpl) nació 2003 en Salvador (Bahía)
durante la “Revolta do Buzu”, cuando miles de estudiantes y trabajadores
jóvenes cortaron las calles durante diez días contra el aumento del transporte.
La oficialista Unión Nacional de Estudiantes consiguió cooptar una movilización
espontánea y autónoma que nunca pudo liderar. Un año después, en 2004,
estudiantes de Florianópolis inspirados en los sucesos de Bahía organizaron la
“Revolta da Catraca” (revuelta de los molinetes) que conteo con apoyo de
asociaciones de vecinos, de docentes y trabajadores.
Durante el Foro Social Mundial de 2005
en Porto Alegre, se realizó una gran plenaria se formalizó el Movimiento Pase
Libre que hoy está presente en todas las grandes ciudades. Los principios
organizativos adoptados rechazan el estilo jerárquico y burocrático de las entidades
estudiantiles oficiales y su carácter es independiente, horizontal, autónomo, federal,
con decisiones por consenso y apartidario que, aclaran, no es sinónimo de
antipartidario. En su declaración de principios el mpl destaca que el movimiento “no es un fin en sí mismo sino
un medio para la construcción de otra sociedad” (www.mpl.org.br ) y en su lucha por el “pase
libre estudiantil” destacan que su perspectiva es “la expropiación del
transporte público, retirándolo de la iniciativa privada, sin indemnizaciones,
colocándolo bajo control de los trabajadores y de la población”.
La policía también se muestra
sorprendida, además de contrariada, por este tipo de movimientos. Un informe
del servicio secreto de la Policía Militar comentado por los medios señala que “la
inexistencia de dirigentes es considerada la peor pesadilla por la policía
porque no encuentra objetivos claros” (Folha
de São Paulo, 16 de junio de
2013).
El sociólogo Rudá Ricci, cercano al
movimiento sindical, cree que los militantes y políticos que aún tienen los
pies en el siglo XX “deben estar incómodos con la falta de unidad, de comando,
de vanguardia” (http://rudaricci.blogspot.com).
Sostiene que un pequeño movimiento creado en 2005 ganó semejante proyección por
“el bloqueo de los canales de participación a partir de las entidades de
representación clásicas” y por “la incapacidad de los líderes sociales
históricos de leer el día a día de la población por estar envueltos en
instituciones cerradas”.
El cientista político Jorge Almeida, de
la Universidad Federal de Bahía, sostiene que bajo el gobierno Lula sucedieron
dos hechos significativos: los movimientos se desmovilizaron al apoyar a un
gobierno que, a su vez, “representó el fortalecimiento de la hegemonía del gran
capital en Brasil” (Valor, 19 de
junio de 2013). El aumento del poder de consumo de la población y el hecho de
que las grandes organizaciones pasaran a defender el orden social, “hizo que la
hegemonía burguesa fuera más estable”. Sin embargo, “como la desigualdad
continúa, debieron ser construidas otras organizaciones” capaces de llenar el
vacío dejado por los movimientos
históricos.
La Copa fue la chispa que encendió la
hoguera. “La Copa del Mundo aparece como una verdadera intervención de la FIFA en los grandes centros urbanos.
Limitó la libertad de expresión, de comercio, en un radio de dos kilómetros de
los estadios no puede haber manifestaciones”. Los precios se disparan a raíz de
los megaeventos, afectando en particular a las camadas más pobres que sufren
una inflación de 11 al 12 por ciento. Finalmente, dice Almeida, cuando los
poderosos creían que podían hacer lo que querían, la represión los colocó ante “una respuesta de dignidad social”.